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La jalea: Cuento de Constanza Tapia Ojeda

  • Foto del escritor: revistaelcoloso
    revistaelcoloso
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  • 4 Min. de lectura

Antes de todo esto, existió mi padre. Antes de mi adultez y mi trabajo, de la partida de mi madre y del viejo taller abandonado, antes de cada detalle que veo en mi rostro frente al espejo que me recuerda a él, antes de los atardeceres azules y la nostalgia. Antes de todo eso, existió mi padre.


En esa época, yo casi no lo veía, en realidad, solo lo escuchaba. En las mañanas, de madrugada, oía el ruido de la llave en el cerrojo y la puerta cerrándose. Luego, por la noche, sus pesadas botas se dejaban caer al costado de la cama matrimonial, en la pieza del lado. Sabía que era él, me lo indicaba el sonido de su porte y de sus suspiros. Lo imaginaba como un hombre grande, corpulento y cubierto de vello, sin tener idea de que era todo lo contrario.


La rutina cambió en el ochenta y dos, cuando la fábrica textil despidió a sus empleados y papá dejó de pegar botones. Entonces, me enteré de que mi padre era delgado, bajo y lampiño. Su nariz aguileña parecía tocar la cuchara antes que sus labios y las ojeras casi le llegaban a la mitad de las mejillas. No hablaba mucho, pero siempre tenía una caricia incómoda para mí, porque al parecer ambos nos estábamos conociendo, a pesar de que yo ya tenía siete.


Recuerdo los días de su despido como los más felices de mi vida y como los más cálidos de mi niñez.


Se pasaba los días con un cigarrillo entre los labios, echando humo en el patio, justo debajo del parrón desgreñado. Leía el diario en las mañanas y encerraba con lápiz pasta las oportunidades laborales, pero nada parecía funcionar. Su lugar era en la cabecera de la mesa, dónde se sentaban los hombres y comía siempre el trozo más grande de carne, que muchas veces, era el único.


A pesar de que no me iba a buscar al colegio -porque eso era de madres-, estaba en casa al volver, esperando por mí. Él trabajaba en su taller de carpintería y arreglaba muebles para sobrevivir a la recesión, mientras yo, jugaba con los trozos de madera poniéndolos unos encima de otros, formando casas y personas.


Algunas veces, me quedaba largos minutos viéndome al espejo, para comparar si mi nariz puntiaguda era tan grande como la de papá, para ver si mis labios delgados eran tan finos como los suyos. Luego, comprendía que jamás sería tan fabulosa como él, porque él podía trabajar con el esmeril y yo tenía prohibido acercarme, además, él podía taladrar y lijar, y yo solo tenía mis muñecas de trapo.


Adoraba ver sus manos, siempre sucias, secas y rudas, capaces de arreglar lo que sea.


Cierto día de otoño, mamá hizo jalea. Sobre mi banca -que me ayudaba a alcanzar la encimera de la cocina- la vi vaciar el líquido de frutilla gelatinosa en una fuente de vidrio y luego picarle pequeños trocitos de manzana. Con cuidado se la entregó a papá, que la tomó con un paño de cocina y salió al patio seguido por mí. Los perros, Chasca y Gigi, nos hacían guardia.


Acomodamos una escalera vieja junto a la ventana de la cocina y con cuidado, papá vigiló mi ascenso. Aún recuerdo mi temor a dar un paso en falso y resbalar. Luego, él me siguió con la fuente en la mano y al llegar al techo, la acomodó sobre las latas de zinc, junto a mí.


Me llegaba el olor del postre sin terminar. En ese tiempo yo estaba segura de que no era aroma a frutillas, sino que así era como debía oler el intenso color rojo: un poco dulce y un poco ácido.


Era otoño, la noche sería lo suficientemente fresca para cuajar la jalea en el techo de la casa con la helada que caería. Y al día siguiente, tendríamos un postre casi de forma mágica.


Deberíamos haber bajado pronto, la once estaba lista y mamá tenía el té de hoja servido. Pero, el atardecer era azul y papá encendió un cigarro, seguro de quedarse allí un momento. Por primera y única vez vi sus ojos nostálgicos llenarse de lágrimas, me abrazó con fuerza y de un momento a otro, besó mi cabeza, luego me dijo te quiero. Fue extraño, porque era un hombre de pocas palabras y jamás lo había escuchado decir algo como eso. Hoy recuerdo su perfil agudo con una profunda tristeza y con la idea de que algo le faltaba. A pesar de mi corta edad, tuve la sensación de que debía decir algo, de que mi mirada inmensa no bastaba, pero callé.


Nos quedamos en el techo hasta que anocheció, sin decirnos nada, oliendo el color rojo.


A mitad de la década de los ochenta, papá volvió a trabajar, esta vez, en una fábrica de fideos. Nunca hubo tanta comida en casa como en aquel entonces y jamás vi a mamá tan tranquila. El taller se cerró y los retazos de madera quedaron botados, viéndome crecer. Él no estaba en casa cuando volvía del colegio e ignoré que mi nariz se volvía cada vez más aguileña. Ahora, papá dice que esa fue nuestra mejor época, porque teníamos dinero y una televisión a color. Lo único que yo sé, es que no volvimos a cuajar la jalea en el techo nunca más.


Interior. Strandgade 30 (Vilhelm Hammershøi, 1901)
Interior. Strandgade 30 (Vilhelm Hammershøi, 1901)

 
 
 
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