top of page

Clarice Lispector: Cartas a Hermengardo

  • Foto del escritor: revistaelcoloso
    revistaelcoloso
  • 19 may
  • 3 Min. de lectura


PRIMERA CARTA


Querido:


Imagínate, hoy me he sentido tan feliz que me he puesto a andar por la habitación hasta sentir las piernas cansadas y la cabeza algo mareada. Imagínate, estaba lloviendo y me acordé de ti. No, no es así cómo debo contarlo.


Empezaré de otra manera. Como sabes, no puedo quejarme de infelicidad, porque, gracias a Dios, no me falta el pan a su tiempo y después de todo tengo una cama donde tenderme después de un día en el que he cumplido con mi deber. Pues bien, querido, amado, soy tan desagradecida que a veces me parece poco tener pan y cama. A veces me parece poco incluso el hecho de tener buena salud y las dos piernas que la providencia no ha querido quitarme. Ya sé que es una vergüenza y como tal la confieso.


Como te iba diciendo, a veces todo sabe a caucho y en ese momento ya no me distrae ni tomar el desayuno en la cama. Todo envejece de repente y pido a cada momento. Imagínate, queridísimo, que llego a preguntarme: ¿para qué trabajar?, ¿para qué desayunar en la cama?, ¿para qué sentir algún placer? Imagínate, alma mía, yo, que debería dar gracias continuamente por haber nacido con dos ojos sanos, o incluso por haber nacido, ¡imagínate que esta miserable criatura que soy se rebela contra la Creación! Puedes creerme, me maldigo en esos momentos. Lo peor es que cuando llegan pueden durar poco, pero también pueden durar mucho. Y, a veces, después de varios días de pecado, despierto como si hubiese perdido la memoria. A veces es el sol lo que veo por primera vez, otras es el aire, y descubro lo bueno que es respirar. Naturalmente no se lo cuento a nadie porque las otras criaturas son mejores que yo y no dudan de la alegría de Dios.


¿Ves, queridísimo? Tengo hasta miedo de mí misma en algunos momentos. Qué osadía la mía escribir esa frase, dudar de la alegría de Dios. ¿Hasta dónde voy a llegar? Eso es lo que me pregunto. ¿Hasta dónde?


Pues bien, cuando estaba lloviendo, hoy mismo, profané la Creación con un corazón tan torturado y un alma en la que había tanta rabia que la bondad de las criaturas no podía entrar. He llevado mi cara a la calle, en parihuelas, mostrándola a todos: llorad por mí, llorad por mí. Y cada vez que alguien sonreía, yo gritaba: muer-te-muer-te-muer-te. Confieso, contrita y arrepentida, que me alegraba cuando la cosa salía bien.


Pero hoy he preferido volver pronto a casa y en mi habitación, como siempre, no había nadie, y estaba sola con mis treinta y dos años escasos y me puse a llorar de pena de mí misma. Lo he intentado todo, te lo aseguro, para mejorar. He repetido, he repetido: ¡qué la maldición caiga sobre mí si no me pongo contenta! Ningún resultado. Lo intenté con mejores modales: no eres nada, ¿qué derecho tienes a estar triste? Cero. Entonces he visto que era sincera, aunque no comprendiese por qué, en una tierra tan feliz, yo lloraba.


Y lo peor es que he empezado a sentirme orgullosa: ¿es posible que otras personas sientan lo que yo siento? Creo que no. ¿Ves, amor mío, cómo se puede llegar a un grado de desgracia tal que se llega a amar la propia herida? Mira, cuando escucho música me alegro, incluso sin saber por qué. Pues bien, yo estaba sufriendo, aunque no supiera por qué… (¡Vergüenza, vergüenza! ¡Hablar de «sufrir», cuando hay gente a quien Dios castiga con su cólera, quitándole el pan!).


Querido, mi gatito blanco, entonces me has salvado. Por eso he caminado por la habitación loca de alegría, hasta cansarme. Desde mi ventana te he visto asomado a la tuya. No me has mirado y parece que todavía no me conoces. Te has llevado a la boca el cigarrillo, después lo has aplastado con cuidado y lo has tirado… eso fue todo. Sólo eso. Pero yo he entendido el mensaje.


Perdona mi egoísmo, he usado tu nombre para no meterme en el camino del pecado. He repetido, como una oración, arrodillada junto a la cama: José, José, José, José, José. He dicho tantas veces lo mismo que al final ya había cambiado tu nombre por otro, que me gusta más: Hermengardo, Hermengardo, Hermengardo, Hermengardo… Y después he dicho te amo, te amo, te amo… Y mi amor a los hombres me ha reconciliado con el mundo y con Dios.


No puedo ser tan orgullosa como para llegar a pensar que la lluvia ha parado porque Dios ha querido bendecir mi redención. Pero siento que esta es la verdad, ahí está.


Y por eso, vida mía, beso tus cabellos y tus manos. Y me siento tan agradecida y feliz que incluso es posible que un día te mande todas las cartas que te he escrito.


Por siempre agradecida y humilde,

IDALINA








 
 
 

Comments


bottom of page