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Oda a Olivos: Texto de Julián Balbarrey Harguindeguy

  • Foto del escritor: revistaelcoloso
    revistaelcoloso
  • 14 abr
  • 3 Min. de lectura


Volví después de unos días en el sur. La contradicción de sentirse acogido en la intemperie. El agua helada de los lagos exfolia los pensamientos. Los hace circular en una comodidad extraña. Algo así: ¿Los lugares sentirán el abandono cuando nos vamos? ¿No es raro sentir abandono cuando alguien o algo, simplemente, se va? ¿Será que la angustia es un privilegio? Parece que, si nada nos apunta, nada valemos.


Aterricé en Buenos Aires con la humedad. Esos días en que hasta el río mismo se moja. Respiras agua, el aire queda tan espeso que las cosas deslizan, y la piel solo segrega. Hasta tu cuerpo te expulsa, celoso de sí. Todo invadido, como ahogado, nada impermeable. Es una belleza darwiniana, agresiva, la tenés que buscar como a las piñas, como defendiendo a un amigo, sin pedir permiso. En la aridez está prístina, accesible, transparente. Y en la humedad se ve sucia, como en baches, como su pelo desorganizado. Es lógico, ¿no? La manera de regar es haciendo un pocito con las dos manos.


Sé que un día de enero, al atardecer, se exudan los tilos del bajo de Olivos, entonces me voy a caminar por ahí, a levitar en su aroma. La poesía es una adicción estética. Escuchando a Buscaglia, bajo por Paraná. Cuando no sepan qué hacer, tomen unos mates en el Observatorio de Aves. Mientras, pueden ver desde la ventana cómo el Río de La Plata se va retirando en el horizonte, al unísono con el delta. Es mi refugio, quizá sea el de algunas personas más, y eso es bello, en sí mismo, solo de imaginar. Sigo camino hasta el muelle y veo a los pescadores, que ya tienen la piel oxidada. Uno que ya es amigo me explica que con luna en perigeo los peces suben. El río es una brea negra. Flamea la luna en la orilla, hipnotiza. La piedra de tanto río decoloró en un verde seco. Las nutrias juegan a la mancha en los juncales. Paséense al atardecer, después de un día movido, por el amarrado de Vito Dumas. Donde se maridan los botes y los veleros. Ahí estacionados, entre la marea y el viento, producen una sinfonía absolutamente armónica, nada de navegar, en ese rato son sólo instrumentos. Nos mintieron. La vocación no es una voz, es un eco. Casi tan perfecto como desearse la paz con un beso.


Ya febrero. Hay algo de los dos en las cosas. Voy caminando y pisando flores de ceiba —flores despreciables si las hay—. Bajo hacia el río por la barranca de Alvear, selvática, y a sus costados decorada con terrazas incaicas. Los adoquines que siempre descansan y las quintas de rejas victorianas. La gente se rehúsa a caminar por las veredas, camina por la calle. Llegué al río. Me siento. Pasa como un instante gordo. Ya aparecen los vendedores ambulantes que hablan mal. Cuando hace calor los pobres se bañan en el río, pero el paisaje no es tan feo, sorprendentemente: ¿Será que la belleza es expectativa? Yo a veces me regodeo en la idea de que soy medio raro y medio boludo. Y me siento bien. Un misterio. Es vislumbrar, el único verbo del que somos capaz. Todavía me acuerdo, lo que me dijiste una noche en Plaza Cataluña. Dios no tiene cura, el verde respira, pero la fruta inmadura.


Olivos (Vincent Van Gogh, 1889)
Olivos (Vincent Van Gogh, 1889)


 
 
 

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