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Estoy muerta: Cuento de Constanza Tapia Ojeda

  • Foto del escritor: revistaelcoloso
    revistaelcoloso
  • 6 sept
  • 5 Min. de lectura

Entonces, sentada frente al ataúd que bajaba lentamente hacia la tierra, volví a pensar en mi madre. El cajón ya tenía la ventanilla cerrada, pero la última imagen de ella sería, de todas formas, inolvidable: pelo negro y labios rojos, ojos maquillados sobre una piel pálida. Sí, pedí que la prepararan tal como ella lo hacía en su juventud, en sus mejores años, para evitar esa cara sombría que tuvo antes de morir. Por eso tanto dramatismo en su rostro viejo y arrugado.


La vestí junto con mi hermana. Le pusimos un elegante traje de dos piezas de color azul marino -como su uniforme de secretaria en los ochenta-, y le cruzamos las manos sobre el torso. Se veía apacible, a pesar de tener el ceño fruncido. La peinamos con delicadeza, le habían teñido el cabello hace dos días, por lo que no había rastros de ninguna cana.


Mi hermana lloraba sobre el cadáver inmóvil como si fuera una niña, pero yo no.


Desde lejos, mientras en su propio dormitorio la metían a un ataúd, yo la observaba agarrando con fuerza la mano de mi sobrino. Él lloraba y de pronto me pregunté por qué permitíamos que viera una escena tan grotesca como aquella. Me pregunté por qué todos sufrían, si finalmente mi madre descansaba.


A pesar de que no sufrió una enfermedad en sus últimos días, me gustaba decirlo así: está descansando. Porque, al fin y al cabo, no se quedó quieta durante toda su vida.


Pensé seriamente en que nunca le di un nieto, ni un yerno. Me di cuenta de que me conoció más departamentos de estudio que hogares y que, además, nunca aprendí a hacer esos alfajores que ella cocinaba, que se su sabor se perdería en el recuerdo. Nunca logré algo que la pusiera orgullosa por completo, porque la felicidad no se compra con un título en la pared ni un trabajo a tiempo completo.


El funeral tuvo olor a muerto.


Volvimos a la casa vacía y con mi hermana entramos a la habitación de mamá. Abrimos sus cajones y encontramos un turro de billetes, de sus ahorros, porque siempre es mejor que sobre a que falte. En el joyero estaba su collar de perlas y la pulsera de oro que le regaló su primera pareja a los veintitantos. Ambas sonreímos cuando la vimos, porque recordamos todas las veces que papá le pidió botarla.

Entre sus abrigos había una cajetilla de cigarros a medio fumar, que aun así, era capaz de impregnar todo el closet. Sus zapatos gastados -siempre de taco-, y las cajas de fotos. La que más me dolió fue aquella de la playa. Nos veíamos los cuatro en un roquerío del litoral, sonriendo, con los vestidos al viento, aún no era verano. Miramos a la cámara y achicamos los ojos, nuestras mejillas se sonrojan: es la primera vez que le pedimos a alguien que nos tome una foto.


Esa noche, dormí en la casa donde -a partir de ese momento-, podría decir: aquí vivió mi madre. Un peso en el pecho me impedía descansar y, sin embargo, igualmente me dormí. Soñé con ella, la vi sentarse en el costado de la cama y sentí como me acarició el cabello castaño. Me sonrió y me besó la mejilla, me miró durante un largo rato, como queriendo decirme algo, como queriendo absolverme de cualquier culpa. Sostuve la mirada en el cuenco vacío de sus ojos, en su boca desdentada y fantasmal, que sin embargo, no me atemorizaba.


El espectro me sonreía con ternura y calma, con cercanía. Me hacía sentir amada. De pronto, su voz del más allá me susurró un cuento: Trataba de un conejo que decidía cruzar el río a nado, que, sin querer, y contra todo pronóstico, llegaba al otro lado sano y salvo. Era el cuento que me contaba siempre cuando era niña. Ambas reímos con ganas.


De pronto, su imagen comenzó a desvanecerse, a borrarse, a exhalar polvo y aire frío. Primero fueron sus manos huesudas las que se marcharon, luego fue su torso cubierto por la ropa que habíamos elegido con mi hermana. Su rostro empezó a irse de a poco, con desencanto. En su expresión pude ver el terror de dejarme sola, ahí, tirada en una vieja cama. Vi la lástima asomándose en su mueca, porque estoy segura de que no le gustaba verme así. Sin embargo, antes de que su fantasma muriera por completo, me sonrió.


Intenté, en un segundo, recordar cuándo había sido la última vez que me sonrió. No pude lograrlo. Quizás fue cuando era niña y logré andar en bicicleta o tal vez, cuando salí de la universidad. No lo sé, mamá no solía sonreírme.


En mi desesperación traté de abrazarla. Me incorporé y me senté en la cama, extendí mis brazos y rodeé lo que quedaba de su imagen, pero solo alcancé a percibir su olor a vainilla y caramelo. Me frustré y lloré, como si no supiera que era un sueño lúcido.


Entonces, un ruido me despertó. Era la vieja fotografía de los cuatro en la playa que acababa de resbalar por la habitación. Fue un sonido casi imperceptible, una brisa de verano que arrastra algo contra la madera de un suelo oloroso recién encerado. Me levanté sin temor y la tomé entre mis manos. Ella se veía tan joven allí, qué lástima, pensé, no puedo recordarla sin ser vieja.


Grité con fuerzas, no sé por qué, quizás para comprobar si mamá volvía a aparecerse mientras estaba despierta o quizás para ver si llegaba corriendo a la pieza, viva.


Pensé en su juventud desaprovechada y en la forma que cantaba mientras cocinaba, en la rapidez que movía el cuchillo para deshuesar una presa y como se volvía loca por los libros de Benedetti. En el verano de la fotografía, leyó La Tregua. En ese verano me enseñó a recoger caracoles y a no temerle a las pulgas de mar. En aquel verano, me golpeó por primera vez con una bofetada porque le había respondido mal.


Fue extraño acordarme de eso. Yo no tenía más de diez y aun así lo tenía en mente. Mamá me tiraba las orejas constantemente, sobre todo cuando no quería ordenar. Pero aquella vez me golpeó tan fuerte que sentí que se me soltaba la mandíbula. Me lo merecía, supongo, al fin y al cabo, le había faltado el respeto. Me volví loca pensando en ello. Todo había acontecido en el hostal donde nos quedábamos, junto a la puerta de la habitación. Su rostro estaba rojo de rabia y se le veían los dientes apretados. Vi como lentamente estiró los dedos y los acercó a mi cara, lista para abofetearme.


El recuerdo se mezclaba con el aroma salado de la playa y la imagen saltarina de las pulgas de mar.


¡Cuántas veces te odié! ¡Cuántas veces te amé! ¿Dónde estás? Me pregunto, mientras lloro frente a la fotografía que relata una de nuestras historias desdibujadas. El aroma a la tintura negra de tu cabello, la sesión oleosa de tu labial rojo sobre mis mejillas luego de tus besos y ese perfume barato que guardabas para ocasiones especiales.


De pronto, vuelvo a despertar. Me doy cuenta de que había sido un mal sueño, pero que no estoy dormida. Sigo allí, sentada frente al ataúd que desciende lentamente a la tierra. Ahí está tu cuerpo impoluto y la sensación de desolación. Veo a mi hermana con su hijo en brazos, veo al cura sosteniendo un rosario entre sus dedos viejos y me veo a mí, muerta a tu lado.


Madre muerta (Egon Schiele, 1910)
Madre muerta (Egon Schiele, 1910)

 
 
 

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